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La crónica de Bergen tiene que empezar en un avión que desciende hacia el aeropuerto. Por la ventanilla veo agua y parches de tierra verde, pequeñas islitas que se van haciendo cada vez más grandes. Entonces sonrío nerviosa y me pregunto cómo va a hacer el piloto para acertar en una de ellas y no en el agua que lo rodea todo.
El aeropuerto es diminuto y un autobús nos lleva a la ciudad. El señor conductor me pregunta si voy a algún sitio en especial, y yo le digo que a la estación de tren (desde ahí se supone que ya sé llegar al hostal) y me pregunta si quiero que me avise cuando lleguemos, y mientras le digo que sí pienso que este es un conductor de autobús de los de verdad, de los que aman su profesión.
Cuando me deja en la estación ya es de noche y las callejuelas de piedra están vacías. Mis pies hacen "tof, tof" y hace frío. El hostal parece un lugar acogedor en el que ya todo el mundo duerme.
Al día siguiente descubriría el microclima bergeniano, visitaría tiendas de Navidad con la nariz roja y los pies mojados, y aprendería a amar las 8 de la tarde, cuando la lluvia se va y los rayitos de sol nos calientan los párpados. Los bergenianos se suben en sus barcos y cenan felices. En mis primeras 8 de la tarde bergenianas, me sentaría en el puerto bajo una estatua de Håkon VII y reflexionaría en una libreta sobre mi futuro más inmediato.
3 tortugas:
¿Qué quedó escrito en la libretita?
Joeeerr qué envidia!!!!! Unas vacaciones quiero!!!!
Saludos!
Buff, vaya envidia de verdad xD
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