A las 9 en punto con puntualidad austríaca, la Wiener Philharmoniker se sube al escenario y el alegre Daniel Barenboim dirige. Todo el mundo se calla. Desde el jubilado en su sillita hasta el adolescente que aprovecha la ocasión para hacer botellón con sus amigos, nadie se atreve a hablar (y quien lo hace es rápidamente increpado por los que le rodean). Las parejas se abrazan y yo creo estar viendo lucecitas de aviones hasta que caigo en que lo que se mueven son las nubes y no las lucecitas, que resultan ser estrellas. (De pronto, claro, estoy tumbada en la Praza do Obradoiro intentando que se me caiga la Catedral encima, pero tanto a Luneira como a mí solo se nos mueven las estrellas, hace tanto ya).
Cuando acaba la gente se va y Alessandra comenta "ahora 6 días para limpiar esto". Se nos olvida una y otra vez que estamos en Austria y no en España o Italia, y en 6 minutos un organizado ejército de barrenderos se encarga de dejar el lugar digno de todos sus siglos y nobles.
Al pedalear a casa, el vals sigue en mi cabeza.
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